Sabía cómo se hacían las cosas pero no el porqué de su causa. Sabía cómo amar pero no porqué se amaba. Sabía cómo aplicar la práctica de un poder del cual era privada de su teoría. Sabía cómo orquestaba aquella fuerza pero no el porqué de su inefable melodía.
Era un títere que conocía el proceder de un conocimiento que desconocía, y a su vez, este me dominaba, me poseía.
Entonces; por qué lo ejecutaba si mi mente apenas comprendía un ápice de su esencia. Por qué acataba sus órdenes si tan siquiera entendía el por qué de las mimas.
Afiancé por aquel momento, la hipótesis de que el amor es una energía con un nervio, con un brío, con un garra que mi raciocinio jamás asimilaría. Es algo que no encuentra cabida en ningún rincón de nuestra lógica mente.
Sopesé pues, que el amor es un macabro juego que solamente tiene lugar en nuestro corazón. Juega con él a su antojo, lo hace sufrir, gozar. Incluso lo puede elevar al cenit de su dicha, aunque también puede destruirlo en billones de fragmentos y convertirlo como la arena más fina.
Y ante tal grotesco espectáculo, nuestra razón es incapaz de proceder a detenerlo, pues aunque sabe cómo funciona no conoce el porqué de su manejo.
Tan solo nos queda la esperanza de que el amor; risueño, astuto y burlesco, nos conceda la victoria de tan inquietante juego.
Deja una respuesta