Hay veces en la vida, que pierdes el rumbo, tu meta, tus sueños. Todo queda en un pequeño e ínfimo limbo, pero por escueto que sea te atrapa y no puedes salir de él.
Hoy, he ido como tantas veces, a ese pequeño lugar donde suelo pasear a mi perra desde hace casi diez años. Como siempre, infestado de hierbas altas, plagado de florecillas que se abren, todas con sus llamativos colores rodeando cada rincón de la tierra que pisaba, mientras avanzaba tortuosamente por los matorrales, para llegar y sentarme en el banco de siempre.
Y mientras mi perra Lisa, paseaba, disfrutando de aquel fantástico lugar, yo me liaba un cigarro sin poder apreciar nada de lo que tenía a mi alrededor, nada. Los problemas cegaban mi mente, las dudas incesantes crecían en mí. Todo era borroso, turbio. ¿Qué podía hacer?
Decidí respirar. Solté aquel cigarrillo que por primera vez no aumentaron mis ansias por la nicotina. Decidí mirar, observar. Una brisa corría por todas partes, en todas direcciones, las plantas bailaban con ella al son del compás. El sol en lo alto del cielo, fue misericordioso, no atacaba, no picaba sobre la piel. Las abejas danzarinas, iban y venían de una flor a otra. Siempre fieles a su trabajo, a su labor, a su meta.
En ese momento, mientras anonadada observaba a aquellos frágiles aunque fuertes insectos, me di cuenta, que había un ápice de luz al final de aquel túnel por el que mi vida pasaba.
Y de nuevo, volvieron las metas, los sueños, la ambición. Le dieron una pequeña chispa a mi alma y ella la aprovechó, un fuego surgió en mí. Sabía lo que quería a hacer, lo que debía hacer.
Por eso es, que el resurgir no siempre se hace desde las cenizas, sino desde las semillas de lo de siempre, de lo simple, de lo auténtico.
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